lunes, 14 de diciembre de 2009

DE CÓMO LILLO PINTA LA PINTURA

DE CÓMO LILLO PINTA LA PINTURA

Vicente Jarque

I
En cierta ocasión, hace sólo unos pocos años, el célebre crítico norteamericano Benjamin H. Buchloh le preguntaba a su admirado Gerhard Richter si la pintura seguía viva. El artista se puso a reír y, seguramente por cortesía, le respondió: le dijo que sí. A mí no me interesa tanto, en este episodio, la respuesta afirmativa, como la risa de que se acompañaba. Esa risa obedecía –pienso yo-, no sólo a lo chocante de hacerle esa pregunta aun pintor en activo, sino a una latente conciencia del absurdo que manifestaba la permanente repetición del tópico, el enésimo cuestionamiento de la vigencia del arte de la pintura, periódicamente enterrada y desenterrada por los observadores superficiales, por algunos viejos vanguardistas y demasiados neovanguardistas radicales a lo largo del siglo XX.
Digo esto precisamente porque no tiene nada que ver con el trabajo de José María Lillo. Pero no porque él no se haya planteado el problema en algún momento, sino porque parece haberlo despachado hace tiempo como un pseudoproblema. De hecho, y aun cuando sea evidente que el arte y la vida no son la misma cosa –por fortuna­–, también lo es que la vida de Lillo sería difícilmente comprensible sin su casi obsesiva dedicación a la pintura: “vivo para pintar y trabajo para vivir”, declaró hace ya casi veinticinco años. Y en ello sigue.
Entretanto, en efecto, ha pintado muchísimo; ha pintado casi de todo, y no sólo lo ha hecho con especial maestría, sino también con una inusitada pasión. Comenzó a finales de los años setenta como una especie de impresionista abstracto, en buena medida bajo el influjo (o más bien el ejemplo) de Zóbel, por entonces figura crucial en el mundo del arte en Cuenca. En 1981, a propósito de su participación en el extinto Salón de los 16, en Madrid, Miguel Logroño veía su pintura “al borde de la nada”; lo hacía en términos elogiosos, claro está: como pintura producto de una depuración formal que la ponía en riesgo de caer en una suerte de abismo. Muy pronto, sin embargo, se fue haciendo evidente su tendencia hacia el lirismo, acaso de raíces románticas, como sugería Fernando Huici en 1986. En el mismo texto, Huici advertía de la aparición de “precisiones figurativas” en las obras de Lillo, hasta entonces de orientación supuestamente abstracta.
Creo que él se refería a la irrupción de ciertos elementos arquitectónicos en sus trabajos. Pero a mí esto me hace pensar en un par de pinturas de 1983, tituladas El nadador I y II, en donde sobre un amplio fondo de trazos azules, gestuales, rápidos y agitados, acuáticos, se destacan los atisbos de unas figuras braceando. El caso es que de ese mismo año datan otras dos pinturas, claramente emparentadas con aquellas, para quien las haya visto, y en las que tanto el fondo como las figuras aparecen más difusas, como si Lillo se resistiera a definirlas más allá de cierto punto; el título es significativo: Intrusos I y II. Esta especie de indecisión o resistencia de presenta como rigurosa ambigüedad en las tres versiones de Eolo, de 1985, en donde la imagen de lo que parece un vendaval es tratada como una composición abstracta, o al revés.
Tras unos pocos años de dudas y búsquedas, entre 1986 y 1989 (Lillo se debatía, creo yo, entre una abstracción más o menos abstracta, gestual o constructiva, y una figuración más o menos realista, vagamente conceptual… y hasta realizó algunas esculturas), nos encontramos con la Hoz del Júcar, que supuso el inicio de una etapa fructífera, culminada hacia mediados de los noventa, en la que Lillo consiguió sacar todo el partido a sus veleidades y notorias habilidades, en una larga serie de paisajes magníficos, sobre todo de Cuenca, su río y sus alrededores (que, por cierto, se prestaban de sobra a ello), pintados con tanta pasión como inteligencia, dando lugar a varias exposiciones llenas de arquitecturas, piedras, montañas, cañones, reflejos en el agua y hasta violentas riadas (en cuyas imágenes recuperaba la ambigüedad de los vendavales del dios Eolo). Ángel González, sensible a sus versiones de la gran roca del Montgó (Dénia, Alicante) lo relacionaba con Cézanne, pero también con los prerrafaelitas y hasta con la imaginería chinesca… Y no le faltaba algo de razón.

II
Pues bien, las imágenes que podemos contemplar en esta muestra nos dan una idea bastante cabal de aquello que ha venido interesándole recientemente Ya no se trata de aquellas abstracciones, o paisajes (y alguna vista urbana) en los que se ha venido empleando durante años. Ahora uno diría que, para él, de lo que se trata más que nada es de una defensa del cultivo (intensivo) de la pintura, de apariencia realista, como un espacio comunicativo determinado por sus propios signos específicos. Esto es algo que se hace manifiesto en todos sus últimos trabajos, aunque no de la misma manera.
Por ejemplo, en esa pintura en donde aparece un enfermo en una camilla, dentro de un encuadre oblicuo, sobre una inopinada estructura geométrica, acompañada de dos personajes (una visitante, y tal vez una limpiadora) que se encuentran dentro y fuera del marco imaginario donde tiene lugar el asunto. Lillo juega aquí con los planos, con la figura que sale del fondo y el fondo con y sin figuras, y hasta con la diferencia –y la conexión- entre pintura y dibujo. Algo de ello encontramos igualmente en un grupo de obras en las que Lillo presenta imágenes como vistas a través de un cristal. Esta interposición le permite, en algunos casos, distanciar la mirada del espectador, que confronta figuras atareadas (en una peluquería, en una lonja de pescado), o bien descolocarle introduciendo en primer plano reflejos de imágenes distantes, o directamente la cabeza de una mujer retratada desde atrás, como una observadora instalada entre el espectador y la imagen.
Hay aquí, como antes he sugerido, elementos evidentes de reflexión sobre lo que significa la pintura, y más en particular sobre sus mecanismos de significación. Los hallamos también en ese conjunto de obras en los que vemos escenas en donde Lillo, partiendo siempre de fotografías ocasionales, representa los gestos, las posturas, las actitudes de gentes anónimas que comparecen como pilladas en característicos lugares (o no-lugares) como aeropuertos, puertos o terrazas de bares cualesquiera. Son imágenes de hombres y mujeres difusamente abstraídos, como concentrados a veces en una suerte de vacío, recíprocamente ignorantes de presencias ajenas. De hecho, cabría preguntarse si el proceso de traducción de aquellas fotografías -testimonio de una realidad efímera, instantánea- a estas pinturas –en donde se respira más bien una extraña atmósfera de intemporalidad- no equivale asimismo a su reinterpretación en forma de naturalezas muertas, como acaso confirmaría esa vista de una sala de espera de un aeropuerto, desierta, vacía e inanimada, tan inmóvil como podría aparecer una alegórica vanitas.
Estas escenas se complementan con pinturas y dibujos de un orden aparentemente muy diferente. Llama la atención la serie en la que Lillo se empeña en la representación de los más diversos tipos de escaleras. Escaleras que ha encontrado y fotografiado en museos, palacios y hoteles, escaleras antiguas, modernas y postmodernas. A primera vista, se diría que hay en ello algo de obsesivo, incluso de arbitrario. Puesto que, al fin y al cabo, ¿por qué pintar tantas escaleras? De hecho, se trata de un motivo eminentemente arquitectónico y, por ende, geométrico; se asocia, como es obvio, a la idea de un arriba y un abajo (algo que Lillo enfatiza a veces en forma de profundas y espectaculares vistas en picado); implica también la asunción de la repetición (de los peldaños, claro está), pero con variaciones. Aunque en este caso, sobre todo, funciona como pretexto para el ejercicio de la pintura, es decir, como una reivindicación de la productividad que puede derivarse de la tarea minuciosa de rememorar una experiencia transformándola en imagen pictórica, y como una invitación al espectador que quiera hacerse cómplice de ello. En este contexto, por cierto, Lillo se permite, en las paredes, alguna que otra broma alusiva a la abstracción y hasta a Duchamp.
Como ya he recordado antes, Lillo ha venido destacando durante mucho tiempo por su maestría en la pintura de paisajes. Aquí tenemos algunos, incluso con escaleras. Pero también hay pinturas de interiores, sin escaleras. Me refiero a las obras que ha dedicado a la representación de salones burgueses del siglo XIX, en donde se reconoce tanto la ampulosidad del mobiliario como la abigarrada sobrecarga, eventualmente artística, de las paredes repletas de cuadros. Lillo los ha visto ya en forma de monumentos visitables, como piezas públicas de museo, y se los ha apropiado, se diría, a título de imagen rescatada de los lugares en donde pudieron vivir a gusto en su momento, de alguna manera, y donde tal vez acabaron poco a poco muriendo las pinturas.
Finalmente, los retratos. En otro lugar he hablado de ellos. Los unos tienen que ver con su familia y allegados. Son un homenaje que les hace. Los otros son retratos de sus colegas de trabajo. No son un homenaje, por muy benevolentes que sean sus intenciones. Son de nuevo un pretexto, y un buen pretexto, para el ejercicio de la pintura. Lillo los ha realizado a partir de las correspondientes fotografías, pero el hecho es que ha tenido que tomar y seleccionar esas fotografías, primero, y luego interpretarlas, para convertir unas imágenes instantáneas en pintura: para hacer de algo efímero e instrumental -una mera huella en una sencilla máquina- un producto del tiempo y de la reflexión, de la mano y del cerebro. Y, al fin y al cabo, de la historia.

III
Así pues: paisajes naturales y urbanos, interiores, retratos, naturalezas muertas, juegos geométricos, referencias a la historia del arte. No es casual que los registros sean múltiples. Lo que los unifica es su orientación hacia una figuración que podríamos calificar como un realismo específico, aunque el preferiría llamarlo periférico o tal vez fragmentario. De hecho, Lillo pinta lo que ha visto (y fotografiado), lo presuntamente real, como pretexto para articular un discurso en donde lo real, si bien se mira, no es sino la pintura. Pocos son los que siguen ocupándose de ello a la manera en que lo hace Lillo: pintando lo que sea, buscando la excelencia y la buena factura, sirviéndose de todos los géneros (jugando con sus códigos, tratando de traspasarlos) y pintando sin descanso, casi (o tal vez no casi) compulsivamente, como si le fuera la vida en el mero acto de pintar, del enorme placer de pintar.
Lo cierto es que José María Lillo no sólo es pintor, sino catedrático de pintura, profesor en una Facultad en donde los problemas prácticos de la pintura se entreveran con cuestiones teóricas a las que no puede ser ajeno. De él celebraba Santos Amestoy su “buena retina y mejor mano”. Pero no hay retina que no se vincule al pensamiento y a una cierta interpretación de lo que queda de la realidad. Puesto que Lillo no la reproduce, sino que la reconstruye o reinventa a su manera, desde el momento en que traduce sus residuos a pintura.
¿Pintar? El artista del siglo XXI es libre para no (saber) hacerlo. O puede que no. En todo caso, las cosas no son tan fáciles. Si bien se piensa, pintar es algo tan extraño al universo natural como inventarse un teclado para hacer música y algo más tarde construir todo un piano de cola. Ni los monos pintan propiamente, ni saben tocar el piano, ni hubieran sido capaces de imaginarlo. Todos lo sabemos, pero a veces lo olvidamos. Olvidamos que estas cosas son producto de la libertad humana, de modo que no sólo merecen respeto, sino que las necesitamos para no recaer en la vieja barbarie. Actitudes como la de Lillo (pintar, pintar, pintar) pueden a veces parecer obsesivas, pero la verdad es que son necesarias porque dan ejemplo de resistencia frente a la estupidez.









1 comentario:

  1. Has hecho un blog muy bonito y me gusta la parrafada de Jarque.
    Ten cuidado que te sigo.
    Saludos

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